La comisaría

Yo tenía 19 años, recién cumplidos. Era la madrugada del sábado, o más bien la mañana del domingo. Volvía a casa sola. Caminaba, literalmente, pensando en las nubes. Era justo ese momento en que el amanecer se rinde al día y el cielo tenía unos colores preciosos. Recuerdo pensar que aquella había sido una buena noche, que lo había pasado muy bien.

Él entró en el portal detrás de mí. Si pensé algo, creí que era un vecino que también volvía de fiesta. Creo que incluso le saludé y me sorprendí de que no respondiera.

Subió las escaleras detrás de mí. Recuerdo pensar que iba demasiado cerca.

No podría describir los preliminares. Para mí, una escena sucede a la otra en un corte limpio. De repente, yo estaba aprisionada contra la barandilla. Una mano sujetaba mi pecho izquierdo, la otra se aventuraba dentro de mi falda.

En ese momento no pude reaccionar físicamente, y sin embargo mi cerebro parecía más activo que nunca. Mi primer pensamiento fue que iba a violarme allí mismo, en el portal de la casa donde había vivido hasta los 18. Que nunca jamás podría volver al pueblo sin recordarlo.

Su mano derecha buscaba el camino. Maldecí el momento en el escogí ponerme un tanga.

Recordé todo lo que había leído sobre violaciones. Quise escupirle, pegarle una patada en los huevos, preguntarle como se sentiría si le hicieran lo mismo a su madre. Y permanecí tan inmóvil como un conejo deslumbrado ante los faros de un coche. Sus dedos se abrieron paso a través de la tela y encontraron lo que buscaban.

Quise gritar. Mi voz salió afónica, primero demasiado grave, después aguda, ridícula. Sus dedos entraron. Dolía.

Recuerdo haber pensado que tenía que registrar sus rasgos para después poner una denuncia. No sé si lo hice, en cualquier caso no lo recuerdo. Sólo sé que me pareció un hombre joven, atractivo. Que vestía una chaqueta negra con capucha. Que pensé que si le hubiese conocido esa noche en un bar no me habría importado darle lo que me estaba quitando por la fuerza. Qué absurdo.

Sus dedos entraban y salían. Eran dos, luego tres. Dolía, lloraba. Puedo contarlo en apenas dos líneas. Y, sin embargo, en mi recuerdo dura para siempre.

En un momento dado, salió corriendo de repente. No sé si se asustó o si le había parecido suficiente. Sé que seguía siendo incapaz de moverme, viendo como se ponía nervioso ante la cerradura de la puerta, como hacía varios intentos antes de poder abrirla y huir.

No quería contárselo a mi madre. Pero mis sollozos le despertaron. Con todo y el trauma, no dejaba de estar agradecida porque creía que, al haberme metido sólo los dedos, en realidad no me había violado. Así que no se me ocurrió acudir en ese momento a denunciar, porque en realidad «no había ocurrido nada». (Tiempo después, leyendo la definición legal de violación, entendí que sí lo había hecho. Sigo creyendo que he tenido más suerte que muchas, y no quiero recrearme en ser una víctima. Pero quiero llamar a las cosas por su nombre).

A la mañana siguiente, mi madre y yo nos fuimos unos días de viaje. No volvimos a mencionar lo ocurrido, pero eso no quiere decir que no pensara en ello. Recuerdo estar recorriendo un sitio o pensando en otra cosa totalmente distinta y de repente, zas, aquella escena volvía a mi cabeza y se apoderaba de mi cabeza: yo, inmóvil contra la barandilla y él, violándome.

Una semana después, quedé con un hombre con el que estaba empezando una historia. Él se había ofrecido a darme un masaje, ya que los hacía muy bien. Y era cierto. Lo estaba disfrutando hasta que de repente, el masaje empezó a subir de tono y me di cuenta de que era incapaz de sentirme cómoda en una situación sexual. En ese momento empecé a darme cuenta de que aquella experiencia, aunque «no hubiera ocurrido nada», me había hecho daño.

A la vuelta hablé con un amigo de la experiencia y me hizo ver que lo mejor era denunciar. Me dijo que pensara en otras chicas a las que podía ocurrirles lo mismo, que a lo mejor no tenían tanta suerte. Eso me decidió.

Acudí a comisaría acompañada de mi hermano mayor. No le dejaron acompañarme a poner la denuncia, sino que le hicieron esperar fuera. Me atendió un hombre; no recuerdo si pedí que fuera una mujer y me lo negaron, o si simplemente estaba demasiado avergonzada para hacerlo. Sí que recuerdo que aquel hombre no mostró ningún tipo de tacto ni de sensibilidad respecto de lo ocurrido, no intentó darme apoyo en ningún momento, y me hacía preguntas bastante bestias. Me sentí tremendamente incómoda, pero lo peor estaba por venir.

Después de poner la denuncia, no me dejaron marchar. Me llevaron a otro despacho, con dos policías, hombres los dos, y estuvieron interrogándome durante varias horas. Aquello fue peor que la violación en sí. Básicamente me dijeron que mentía. Que mi historia no cuadraba, que me lo estaba inventado o al menos ocultando cosas. Que yo a ese tío lo conocía. Que tenía algo con él. Que era un tío que me había ligado esa noche. Que no tenía ningún sentido que fuera a denunciarlo una semana después. Que no tenía sentido que llevase falda y tanga si no quería nada. Que yo sabía quién era. Que le había provocado. Que les diera un nombre. Que no iban a dejarme marchar hasta que les dijera la verdad.

Me derrumbé totalmente. Quiero creer que ahora sacaría la voz y los cojones para decirles que eran un par de imbéciles y para demandar un trato correcto inmediatamente. Pero tenía 19 años recién cumplidos y no esperaba que me tratasen así cuando lo único que quería era evitar que un violador anduviese suelto. Al final les dije algo que no quería decirles: que el hombre se me había parecido a alguien que trabajaba en tal sitio. Era cierto que se parecían, pero no estaba ni mucho menos segura. No quería decírselo, pero lo hice para que me dejaran en paz. Y me arrepiento de ello.

Al final me dejaron marchar. Yo hice todo lo posible para olvidar el tema. Días después, me llamaron de comisaría. Querían que fuera para identificar unas fotos. Les dije que me dejaran en paz, que no podía identificar con seguridad a nadie, que mi recuerdo no era tan claro. Al final me convencieron y fui.

En esta ocasión me atendió otro policía. Fue mucho más breve y menos traumático que en la otra ocasión. Simplemente me enseñaron una serie de fotos, dije que no podía identificar a nadie y me fui. Eso es lo último que supe del caso.

Nunca busqué ayuda especializada: estaba convencida de que había tenído suerte. Durante un tiempo después tuve problemas para disfrutar del sexo, pero con paciencia y comprensión he terminado por superarlo completamente en ese aspecto. Lo que no sé si seré capaz de superar algún día es la rabia al pensar en las horas que pasé en esa comisaría.

Publicado el 13/10/2012